domingo, 25 de enero de 2009

Intoleranciómetro for export

No hay manera alguna de decir lo que estoy a punto de decir sin que suene snob y pretencioso, motivo por el cual procedo de todas formas.
A ver: yo, en Buenos Aires, no hubiese trabajado en un restaurant -perdón, en un resto- ni en pedo. Repito, NI-EN-PE-DO.
Ni aún sabiendo que cualquier camarero drogón del más vil bodegón de palermogólico cobraba 8 veces más que yo en mi trabajo "serio" en empresa idem en la city porteña jamás, bajo ninguna circunstancia, hubiese contemplado la posibilidad de pasarme el día atendiendo gentuzas de toda clase con una media sonrisa estampada en la jeta, so pena de no percibir propina alguna por parte de los susodichos.
Ahora bien, entre otras muchas consecuencias, el exilio tiene la cualidad de atemperar ciertas características otrora inamovibles del carácter personal. En otras palabras, cuando una se hubiese preferido "antes muerta que en la línea D a las 6 pm", ahora la vida nos sorprende abordando de lo más campantes el transporte público a cualquier hora y momento del día, y sin chistar. Donde antes nos horrorizábamos ante la perspectiva de consumir un producto marca "bells", ahora nos contentamos con los fideos insípidos de marca ignota del supermercado equivalente al "Día" local. Allí donde antes se nos desdibujaban los rasgos faciales en una mueca de espanto ante el simple temor de vernos vistos circulando por la vía pública con una prenda espantosa y demodé, hoy nos la calzamos con orgulllo y sin temor alguno al "qué dirán", siempre y cuando cumpla con el requisito primordial de mantenernos aunque más no sea unos grados por encima de la hipotermia corporal.
Y así con todo. Será que, a la distancia, uno aprende a negociar.
El exilio, decía más arriba, tiene la extraña y no siempre positiva cualidad de hacernos más tolerantes, más prácticos, más expeditivos y menos quisquillosos. Nos templa el carácter, sí, pero lamentablemente, no nos incrementa la paciencia ni el nivel de tolerancia social: lagente, como colectivo de personajes variopintos sin distinción alguna de raza, sexo, edad o religión, es igual de pelotuda en todas las latitudes, en todos los idiomas y en todas las naciones de la gran aldea global.
Se los digo yo, que ahora trabajo en un restaurant.

viernes, 23 de enero de 2009

De cómo siempre es más divertido ser sola

O "De cómo no está el horno para bollos"
Este post decía un montón de cosas que tenían que ver con otro montón de cosas relacionadas con mi situación amorosa actual. Pero como ya me pasó otras veces de que los afectados por mis divagues viniesen a parar de narices a este blog, y acto seguido me rompiesen las pelotas al respecto, me pareció más prudente y precavido evitar del todo la siuación. No estoy en un momento muy adecuado como para que me vengan a romper las pelotas, verán.

miércoles, 14 de enero de 2009

Del exilio y la vida cotiana

Hace ya cuatro meses, y medio a las apuradas, decidí un buen día poner en acto eso que durante mucho tiempo me la pasé diciendo que "un día iba a hacer": metí todo lo que pude en una valija, renuncié al trabajo, escribí un mail general para decir "hasta luego" y, unas 30 horas más tarde, aterricé en Dublín.
Irlanda es un país de lo más simpático: la gente es amorosa, los paisajes son divinos, la población extranjera es numerosa pero muy escasa en inmigrantes argentos (aunque está plagado de brasileros, por motivos que desconozco), y todavía no conocí una sola persona que diga "no" ante la posibilidad de salir una noche (el alcoholismo es una costumbre más que bien vista en estas latitudes, como todo el mundo muy bien sabe).
Adoro las callecitas dublinenses y los pubs llenos de gente a las 6 de la tarde, me divierto todos los días cuando en el trabajo contestan a mi "hola" en 10 idiomas distintos y hasta creo que ya me acostumbré al espanto de clima que azota a la isla y que me obliga a salir de mi casa munida de ropa y accesorios varios para las 4 estaciones que suelen manifestarse en un mismo día.
Lo bizarro, sin embargo, es que a pesar de que no sufro de la típica nostalgia patria por los asados, la quilmes (soy vegetariana y hace por lo menos 6 años que no tomo cerveza) y el dulce de leche (más bien me alegro de no tenerlo a mano), lo que me asombra es que extraño con locura las cosas más viles e insufribles; las mismas cosas que siempre me hicieron pensar en el exilio: extraño la obsesión porteña con lo light, el subte atestado de gente, las guarangadas por la calle, el "lo atamos con alambre" y hasta la infinita cantidad de culos que adornan tan campantes las tapas de todas las revistas de todos los kioskos que cruzaba todas las mañanas cuando iba a trabajar.
Los irlandeses, al menos hasta las 6 de la tarde y mientras están sobrios, son más bien tímidos, muy organizados, extremadamente honestos y hasta levemente pacatos. Nada que me resulte familiar, de más está decirlo, pero lo cierto es que los quiero igual.
Ahora bien, antes de partir, madre me advirtió que "la vida cotidiana es igual en todos lados", y por mucho que me cueste admitrlo, esta vez me toca decir que tenía razón.
De lo ÚNICO que escucho hablar hace tres meses es de la crisis, la recesión, y de "lo mal que está todo", y me parece estar en una especie de pesadilla porteña doblada al inglés. Yo, anonadada, contesto con historias de cartoneros, corralitos, cacerolazos y villas miserias que triplican en tamaño a buena parte de cualquier pueblito irlandés.
Ellos me miran embobados como vacas asustadas y yo, indignada, y a veces hasta casi orgullosa, no me canso de proclamar a los gritos que "ESO es crisis", y que si no se dejan de llorar de una buena vez los voy a meter a todos en un avión y los voy a mandar a hacer una pasantía a la 31, "para que vean lo que es bueno".
La queja porteña, por lo menos en mi memoia, tiene razón de ser...o seré yo que, en la nostalgia, recién ahora entiendo eso de "el extraño orgullo de ser argentino".
Extrañísimo.