domingo, 25 de noviembre de 2007

A ciascuno il suo

"Para cada roto hay un descosido", "Cada oveja con su pareja" y "Cada olla tiene su tapa" son todas frases que, como la mayoría de las cosas que indica la sabiduría popular, encierran una gran e indiscutible verdad:
todos y cada uno de los miles de millones de seres humanos que habitan en este mundo eventualmente encuentran, o creen encontrar, a ese "otro" que representa todas esas cosas a las que el imaginario colectivo se refiere como "media naranja".
Ahora bien, cuando ese encuentro tan extraordinario se produce, la gente tiende a reaccionar en formas de lo más variadas y diversas: están los que se limitan a adoptar algunas costumbres de su nuevo amor, los que cambian radicalmente de modo de vestir o de comer, los que abandonan de la noche a la mañana determinados hábitos y los que, para el horror de todos los que los conocen, se transforman hasta convertirse en una suerte de Frankenstein enamorado, una creación macabra e insoportable producto de la influencia de la pareja de turno.
Éstos últimos son, además de gente con una gran cantidad de problemas, personas para las cuales construir una pareja equivale a algo así como ingresar en una secta fundamentalista: en períodos de tiempo escandalosamente cortos el enceguecido amante abandona absolutamente todo lo que, hasta ese entonces, había constituído el parámetro según el cual se organizaba su existencia.
Por supuesto que dar de baja del celular todos los contactos con nombres tipo "Federico de Pachá" o "Rubia con escote", resignar la manía de ir por la vida recolectando anécdotas de corte amoroso-sexual y cambiar los vodkas dobles y los domingos de resaca por un buen vino entre dos y un desayuno en la cama son todas cosas que están muy bien y son harto necesarias para el correcto desarrollo de una relaciòn, no me malinterpreten.
Ni siquiera, cabe aclarar, me estoy refiriendo a la gente que cae estúpidamente en ese tipo de comportamiento. Lo que de verdad me altera los nervios y me dan ganas de romper cosas, al contrario, es el tipo de persona que es capaz de generar esa clase de sometimiento extremo.
Hombres, no sé, pero mujeres hay muchas, muchísimas, que responden a ese perfil infesto de ser humano.
Brujas retorcidas que no se cansan de vociferar a los cuatro vientos lo maravillosa que es su pareja, lo bien que se lleva con los amigos de su novio y lo madura que es su relaciòn, al tiempo que despliegan una serie de artimañas maquiavélicas que terminarán alejando al pobre boludo de turno de todos sus amigos (de las amigas ni se habla), de todas sus costumbres y, de ser posible, de toda su familia.
Arpías mediocres y resentidas de culos grandes y capacidades limitadas que, conscientes de que carecen de belleza, inteligencia, y simpatía, apelan a todo tipo de recurso berreta para mantener a su presa atrapada, enceguecida y pelotudizada el mayor tiempo posible y hasta el altar, en el peor de los casos.
Mujeres viles que encarnan al detalle el estereotipo de la lectora standard de Cosmopolitan o la fanática imbécil de cuanta novelita mujeril ande dando vueltas; mujeres que aterran y dan vergûenza ajena pero que, cuànta bronca me da, siempre terminan saliéndose con la suya.
Y todo esto viene a cuento de que, lamentablemente, hace ya un tiempo que tengo que padecer demasiado de cerca a una de estas sucias trepadoras: este fin de semana, ellos festejaron tres años. Yo, en cambio, celebré un nuevo aniversario de la muerte de uno de mis amigos más queridos, al cual oi jurar por su mismísima madre que JAMÁS caería en la trampa. Ojalá sean muy felices, y ella se atore comiendo perdices.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Dime por què NO llamas...

Poco inspirada como vengo ultimamente, pero con la firme intenciòn de cumplir con mis deberes para con este espacio, recurrì una vez màs al maravilloso universo twittero en busca de material para un nuevo post. La pregunta iba dirigida mayormente a la platea masculina, y la intenciòn era la de tratar de dilucidar cuàl es el oscuro motivo que se esconde detràs de esa costumbre sàdica y detestable que tienen los hombres de pedir el telèfono para no llamar jamàs a la dama en cuestiòn. Dama que, por su parte, se pasarà alrededor de unos 7 dìas (una semana es una ventana de tiempo màs que razonable, convengamos) mirando fijo el celular y rellamando a cuanto nùmero desconocido se encuentre en el caller ID, todo para concluir, como de costumbre, en la màs absoluta desolaciòn.
Yo siempre estuve convencida de que los muy tilingos coleccionan nùmeros por puro placer, los intercambian como figuritas o, como muy atinadamente dijo ella, estàn armando una base de datos. No sè si pretenden vendèrsela màs tarde a algùn revendedor de Avòn o de cosmèticos Mary Kay, si creen que por cada 100 nùmeros que junten obtendràn a cambio una foto de Luciana Salazar en pelotas (como la gente que junta boletos de colectivos para la mìtica silla de ruedas), o què carajo, pero por màs vueltas que le dè al asunto, para mì no hay muchas màs opciones que esas, por ridìculas que suenen.
Quiero decir, somos todos gente adulta y razonable, y a esta altura del partido nadie se va a ofuscar porque no le pidan el telèfono, o el mail en el peor de los casos. Ademàs, vamos, que si hay que ser honestas, nosotras mismas muchas veces damos telèfonos erroneos o esquivamos el pedido con excusas ridìculas e improbables. Lo que irrita, digo, es cuando despuès de mantener una conversaciòn de dos horas, haberse reido de los chistes mutuos y haber compartido miraditas còmplices, prometan llamados y salidas para terminar desvanecièndose en la nada como por arte de magia negra.
Ahora bien, como decìa màs arriba, la pregunta apuntaba a obtener respuestas por parte de los directamente involucrados en este asunto.
Y no, chicas, no se esperen grandes revelaciones: al final de cuentas, dijeron ellos, no hay grandes motivos, excusas nobles o explicaciones razonables. No señor. No llaman, dicen, porque les da "inseguridad", "cosita", "miedito"... Malditos cobardes.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Ora et Labora

Por motivos que escapan a mi razonamiento, y que tendré que tratar esta semana en terapia, en los últimos posts me dediqué casi por completo a temas relacionados con las relaciones de pareja, la fidelidad, la atracciòn de sexos y demases; cuestiones todas muy interesantes que deberé abandonar urgentemente. Primero, porque temo volverme monotemática y recursiva y, segundo, porque odiaría ver este blog convertido en un pseudo-consultorio amoroso virtual, que para eso ya está el "Correo de lectores" de la Cosmo.
Cambio abruptamente de tema, entonces, para pasar a indagar en la profundidad del amplísimo y siempre bien nutrido mundo del "campo laboral".
A punto de recibirme, y a tan solo un año de cumplir un cuarto de siglo, me pareciò prudente de mi parte tomar la gran decisiòn de dejar de boludear de una vez por todas y encargarme de conseguir un trabajo "serio". "Serio", en este caso, se refiere a un trabajo que cumpliese con una serie de requisitos que no vienen al tema, pero que se relacionan con lo que en el imaginario colectivo se entiende por "trabajo": oficina, X horas diarias, obra social, ART, remuneración, aguinaldo, microcentro, "empresa multinacional", etc.
Dicho y hecho, un CV "recursos humanos approved", SEIS instancias de entrevista y un par de semanas más tarde, empecé efectivamente a trabajar en una empresa "de verdad".
Por el momento, y muy a pesar de mi intolerancia crónica, no tengo nada malo para decir al respecto. Digamos que, a grandes rasgos, "está todo bien". Ahora, como siempre me pasa, tengo unos problemas espantosos a la hora de la socialización que, en la oficina, es algo así como la clave de todo lo que existe para hacer la cotidianeidad más llevadera.
Léase: no veo televisión, no tengo paciencia para contestar de buena manera cuando me preguntan "¿De qué cuadro sos?", dejé de ver cine argentino después de "El hijo de la novia", no prendo la radio desde el 2002, no leo de los diarios más que los suplementos culturales, la música nacional me altera el sistema nervioso y ah, NO, no tomo mate, ni tampoco como "faturas", ni bizcochos, ni ninguna de esas poquerías saturadas de grasa y carbohidratos que se degluten bestialmente en habitats laborales.
Es decir, en pocas palabras, para el universo oficinístico vengo a ser algo así como una planta con la que no hay mucho de qué hablar, pero soy demasiado terca como para sucumbir ante la presión del pandillismo y terminar cayendo en los lugares comunes de la charla trivial en el ámbito de trabajo. En principio parecería evidente que, para distraerme, no me queda otra que recurrir -como tantos miles de trabajadores opiados- al infinito refugio del mundo virtual.
Pero no, ni siquiera eso: en la maravillosa empresa de la que ahora formo parte el "boludeo" no solo no está bien visto, sino que está terminantemente prohibido: no puedo chequear mails, ni entrar al twitter, ni divagar en el blog, ni -por supuesto- hacer uso del msn. Es decir, mi vida social, tal como la conocía hasta ahora, está a punto de entrar en un período oscuro y silencioso, al menos en el horario laboral de lunes a viernes de 10 a 19.
Como contrapartida, supongo, y por lo menos hasta que encuentre la forma de trampear el sistema, mi productividad y desempeño se verán incrementados a niveles extraordinarios. Eso, o moriré de tedio y desesperación en el intento.