miércoles, 31 de octubre de 2007

Yo...¿me quiero casar?

De un tiempo a esta parte me viene pasando algo que a esta altura dejó de ser curioso, o "gracioso", para pasar a ser realmente llamativo y, por qué no, casi alarmante.
No sé si será la edad, la psicosis colectiva, la lectura -nunca abusiva-de Cosmopolitan o el largo período de soltería militante que vengo llevando, pero resulta que hace ya unos cuantos meses que se repite la siguiente escena:
Luego de divisar en cualquier locación (una fiesta, por la calle, o el Disco, da igual) un chico lindo, y después del consabido intercambio de miradas y gestitos de "hacerse la/el linda/o", me ocurre que, al bajar la vista para buscar sus manos (es vox populi que las mujeres nos fijamos SIEMPRE en las manos del potencial candidato), descubro sistemáticamente instalada en el dedo anular de la mano izquierda una alianza cuya antiguedad, se calcula por el brillo, jamás supera el año de existencia.
Aclaremos: el rango etario dentro del cual selecciono amoríos está entre un poco más de mi edad y unos diez años más, aproximadamente. O sea, no ficho señores de 40, ni treintaylargos consumidos por una vida rutinaria, al punto tal que ni siquiera me llaman la atención los profesores de la facultad ni ninguno de esos fetiches femeninos que tan bien conocemos todos.
Tampoco tengo el morbo de salir con "un casado", enamorarme perdidamente de una ilusión vana o someterme a la disponibilidad de otro para organizar mi agenda, cuestiones todas que van muy de la mano con ese espanto de ser "la otra", pero que, en última instancia, explicarían un poco mejor mi situación.
Es decir, considerando el amplio abanico de "candidatos idóneos", realmente no deja de sorprenderme que, a contramano de todo lo que se dice sobre "la soledad" y la "incomunicación" y todas esas sandeces contemporáneas, al menos en MI mundo el porcentaje de casados/cazados sea por demás abrumador.
¿Será que andan todos por ahí como en el juego de las sillas, apurándose para no perder el turno? ¿O será que llega un punto en la vida en que la soledad viene, de sorpresa, a pegarte una patada voladora en la nuca?
Debe ser, me parece, que muchos de todos ellos se dejan llevar por una resignación tal que, sin darse cuenta, termina por hacerlos caer en esa ficción terrorífica de la "domesticación" y la fidelidad impuesta. Porque si fuese convicción pura, seamos sinceros, no tendrían por qué andar devolviendo miraditas sugerentes en la cola del supermercado.

viernes, 26 de octubre de 2007

¿Qué tendrá el petiso?*

Dentro de los grandes misterios de la humanidad, tipo de dónde venimos, a dónde vamos y quiénes somos, hay uno que ha sido sistemáticamente pasado por alto y que, sin embargo, merece la mayor de las atenciones: ¿por qué gustamos o nos gustan?
Todos hemos visto alguna vez, en Animal Planet o Discovery Channel, cómo y por qué se atraen las parejas en el mundo animal; pero nadie, por más Cosmopolitan, H, o pasquín de turno que haya leído, está en condiciones de establecer a ciencia cierta los criterios de atracción, selección y seducción de la raza humana.
Hay gente objetivamente "linda" que resulta ser espantosamente desafortunada en el amor, en tanto que hay otros, por los cuales nadie daría un peso, que arrasan con cuanto especímen se les pone adelante. Esto es muchísimo más marcado en Europa donde, y hay gente que lee este blog que no me va a dejar mentir, es por demás común y llamativa la combinación de pareja orto + caño.
Dejando de lado teorías tales como la del índice de incogibilidad del sujeto en cuestión (de la cual hablaré en otro post), el tema resulta de lo más misterioso e inexplicable a menos que, en un intento por simplificar la cuestión, se recurra a las siempre prácticas analogías.
Yo crecí en una familia de primos hombres, con lo cual no es de extrañar que, para el primer cumpleaños en el que pude emitir palabra, pidiese de regalo "un autito". Espantados, mis parientes corrieron a la juguetería más cercana a comprar Barbies y Pequeño Pony a granel.
Los últimos se convirtieron en caballería para los muñecos de Gi-Joe de mis primos, y eventualmente terminaron por resultarme simpáticos. Las Barbies, en cambio, siempre me parecieron un juguete aburridismo: al meterlas en el agua el pelo se les volvía una escoba (sí, a la sirena también); perdían la cabeza demasiado fácilmente y, si se forzaban un poquito sus toscas articulaciones, era muy probable quedarse con una pierna o un brazo en la mano. Siempre eran demasiado grandes para incluírlas en el circo o el barco pirata de los Playmobil y, para colmo, el único muñeco que cumplía con las proporciones físicas necesarias para oficiar de novio era Ken.
Ahora bien, si la Barbie era aburrida, el "Barbo" era la representación perfecta del embole más extremo. Mientras la rubia cocinaba, manejaba, iba al gym y tenía ocupaciones tan diversas como médica o astronauta, el eunuco con cara de Guillermo Andino que tenía de "pareja" no servía para nada. Viéndolo a la distancia, creo que no sería exagerado decir que, más que la pareja, Ken no era otra cosa que el amigo gay de Barbie.
Sin embargo, se sabe, Ken y Barbie representaban algo así como la quintaescencia de la belleza humana, con sus pelos rubios, sus ojos azules y sus proporciones perfectas (al menos hasta que la gente de Mattel tomó conciencia social e introdujo al mercado la Barbie afro, la Barbie oriental, la Barbie con acné y demás).
De haber sido personas, Ken y Barbie podrían ser tranquilamente una pareja de suecos: perfectos, sí, pero terriblemente aburridos.
Mis juguetes favoritos, en cambio, una vez superada la instancia de "varoncito", siempre fueron muñecos raros, deformes, y hasta medio feos, pero que en mis juegos infantiles se convertían en héroes de la primera hora, salvaban al mundo y, por supuesto, se quedaban con la chica.
Eran hombrecitos toscos, playmobils mutilados y hasta un par de tortugas ninjas, pero eso sí, tuneados a más no poder con trapos originalísimos hechos por mí, pelos y cabezas pintadas con témperas de colores y casas alucinantes hechas con cajas de zapatos, legos y papel glacé.
De haber sido personas, mis juguetes hubiesen sido italianos. Romanos, para más datos. (Los italianos del sur suelen ser escandalosamente mersas, y los del norte TAN metrosexuales que abruman).
Con el correr de los años dejé de jugar con esos muñequitos grotescos y empecé a inventar historias y aventuras con otros, los muñequitos "de verdad". De más está decir que mi división infantil sigue en pie hasta hoy, y que de todas las veces que viajé, de todas las nacionalidades que conocí y de todos los hombres con los que alguna vez estuve elijo, sin pensarlo, a un italiano antes que a un sueco. La perfección y la belleza extrema por sí mismas, a la larga, aburren.
El humor, el encanto, la elegancia, la simpatía y la seguridad en uno mismo son cualidades inherentes a la gente sexy. Y el sex-appeal, se sabe, dura toda la vida.


* Si alguien llega hasta acá googleando a Ricky Maravilla, me muero. Que avise que le regalo el disco.

lunes, 22 de octubre de 2007

Apio verde


En líneas generales adoro cumplir años, y que me digan cosas lindas y me deseen maravillas para el resto de mi vida. Ahora bien, este año estoy un poquito preocupada...díganme que 24 no es tanto...¿no?...¿¡NO!?

miércoles, 17 de octubre de 2007

Mika vs. "Juani"

Además de una herramienta de uso todavía incierto, el Twitter funciona también como una suerte de chat en el que, cada tanto, se generan debates de distinto tipo.
Hoy, por ejemplo, twiteé que harta de recibir mails de mis amigas baboséandose como teenagers por este pibe (que en mi opinión tiene cara de enano, o de mogólico) opté por empezar a contestarles con fotos de Mika, que es sin lugar a dudas el hombre más lindo del planeta.
A raíz de eso se armó una interesantísima discusión twittera que involucró opiniones varias sobre ese deporte infesto que es el rugby, sobre los macacos espantosos que lo practican y, eventualmente, sobre las distintas interpretaciones de la homosexualidad masculina.
En este punto me apremia la necesidad de hacer dos consideraciones fundamentales, antes de seguir explayándome en el tema que nos convoca:
1. No sólo me tiene (a mí y a un altísimo porcentaje de mujeres) absolutamente sin cuidado que a Mika le gusten los hombres, sino que aún sabiéndolo sin el más mínimo resabio de duda me casaría de todas formas, aunque más no fuese para mirarlo mientras duerme. ASÍ de lindo me parece.
2. No sólo me tiene aún más sin cuidado el desempeño de Argentina en el Mundial de Rugby (o en cualquier disciplina deportiva, para el caso), sino que el deporte en sí me parece una animalada sin gracia y, quienes lo practican, unos cerdos mononeurónicos sin remedio. Y esto no lo digo porque "se diga", porque "es un mito", o por lo que mierda sea que pueda ocurrírsele a quien me lo quiera refutar. Lo digo con conocimiento de causa, después de haber pasado mi adolescencia saliendo con grupetes de rugbiers de clubes paquetones (muchos de las cuales ahora tienen causas abiertas en su contra por haber fracturado narices y mandibulas de gente inocente), aburriéndome como una ostra en la tribuna de los sevens veraniegos que se hacían en "Punta" y esquivando por tres años las invitaciones ("Boló, te venís este finde a comer un asado en lo del Gordo, ¿no?") de los ex-amigos de mi novio otrora rugbier, eventualmente rehabilitado para convivir en sociedad.
Prosigo, entonces, y aclaro que escribo en parte inspirada por el debate antes mencionado, y en parte contestando a este post.
Huelga decir que comparar los atributos de estos dos hombres equivaldría, en el mundo masculino, a poner bajo la misma lupa a Luciana Salazar y a Celeste Cid. Es por demás evidente que encarnan dos estereotipos completamente distintos y casi opuestos de "Belleza" y "Hombría" (al que quiera objetar que Mika es puto, favor referirse al punto 1 ut supra), y sin embargo, de la comparación surge la inquietud por tratar de comprender qué es lo que cada uno de ellos representa.
Yo, que en "El club de la pelea" elijo sin pensarlo a Edward Norton antes que a Brad Pitt, voy a tratar de hacer un esfuerzo para imaginarme por qué motivos un rugbier standard puede llegar a resultar atractivo para una mujer inteligente, culta, con autoestima, autosuficiencia e independencia.
(...)
...cierto. A esas, los rugbiers, no nos caben NADA.

lunes, 8 de octubre de 2007

De usos y husos

Hasta no hace tanto tiempo, cuando una chica conocía a un chico le daba el número de su casa, y punto. En aquella época, las complicaciones del caso se reducían a cosas tan "simples" como no poder despegarse del teléfono ni para ir al baño, pelearse con padres y hermanos porque acaparaban el aparato y chequear que hubiese tono cada dos minutos. Lo más grave que podía pasar era tener que salir por algún motivo de fuerza mayor y que, a la vuelta, alguien nos informase que "te llamó un chico": drama, desesperación y amenazas de muerte eran lo mínimo que le tocaba al desafortunado informante ¿Cómo no le preguntaste el nombre? ¿Pero qué dijo exactamente? ¿Y qué voz tenía? ¿Voz de Pablo, de Martín, de Felipe? ¿Y le dijiste que volvía enseguida? ¿Y dijo que volvía a llamar? ¿Seguro?¿Pero cómo no le vas a preguntar el nombre, el teléfono, la dirección, algo?... Y así transcurría la vida, de nuevo a pasar las horas esperando que el estúpido aparato se dignase a sonar de una vez por todas.
Ahora bien, tecnología mediante, el teléfono de casa está demodé y el panorama es insoportablemente más complicado: tenemos celulares que nos permiten atender a nuestro amor hasta en el subte, caller id para identificar su número y llamada en espera para evitarnos cortarle a todo el mundo por las dudas que él llame, pero, Dios nos ampare, todo eso no es nada al lado del incordio detestable que representa el famoso "Mensaje de texto".
La tarea de un egiptólogo es un chiste al lado del arduo y frustrante trabajo que se toman las mujeres al intentar desencriptar el contenido de un SMS: no hay palabra, ni coma, ni signo de exclamación que escape al análisis de una mujer y sus 10 amigas, y todo para concluir una y otra vez en la más absoluta incertidumbre.
El lenguaje escrito, se sabe, puede prestarse a malos entendidos, confusiones e interpretaciones tendenciosas, y contra eso es lamentablemente muy poco lo que puede hacerse. Hay, sin embargo, ciertos indicadores clave que ninguna mujer que se precie debería ignorar ni, mucho menos, captar en forma equivocada.
El primero, el más importante y el que define a priori cualquier tipo de mensaje subliminal escondido en la pantalla es, sin dudas, la franja horaria en la que el SMS en cuestión fue enviado.

Veamos:

Días hábiles: un chico que tiene intenciones "serias", un mínimo interés genuino o cuando menos unos buenos modales, se toma el trabajo de mensajear a la dama al menos una vez a lo largo de la semana. Puede ser un martes a la noche, un miércoles a la mañana o un jueves a la tarde, pero ningún caballero que se precie de tal cometería el grosero error de no ir preparando el terreno a medida que se acerca el "finde" y van creciendo , obviamente, las posibilidades de un encuentro.

Viernes mediodía-tardecita: el que mensajea el viernes temprano es muchísimo menos hábil que el anterior, pero todavía merece crédito por haberse acordado, aunque sea a último momento, de la cita que tenía pendiente. Según el caso puede tratarse de una invitación simpática o alguna propuesta divertida, pero la mayoría de las veces lo más aconsejable es declinar el ofrecimiento educadamente, primero porque obviamente una ya tiene planes, y segundo porque así, si le interesa, la próxima semana estará más atento a no dejar correr los días estúpidamente.

Viernes tarde-noche: a esta altura del día, un mensaje puede demostrar dos cosas: o una falta de criterio atroz por parte del mensajeante o, y me atrevo a decir que esta es mayoría, unas intenciones claras e indudables de evitarse todo el trabajo que implica una salida como la gente y pasar sin más preludios al momento de la consumación de los hechos. Los más educados suelen apelar a eufemismos tales como "ver una peli" o "tomar algo", pero en el fondo lo único que querrían escribir son las palabras "sexo desenfrenado sin compromisos".

Viernes trasnoche: pasadas las 11 pm los mensajes suelen ir subiendo de tono y urgencia a la par que crece el nivel de desesperación y la cachondez del sujeto en cuestión. Puede ser que haya ido a un lugar feo, que no haya salido del bar mugroso en el que se juntó con los amigos a hacer el pre, que nadie le haya dirigido la palabra en toda la noche o simplemente que le de una pereza inhumana el simple hecho de encarar una conversación, pero en cualquier caso, el mensaje de trasnoche no es otra cosa que el clásico "manotazo de ahogado". Poco importan los motivos, el contenido del SMS o lo mucho que diga que "te quiero ver YA": el objetivo es uno solo, está clarísimo y no debe, bajo ningún concepto, confundirse con ninguna otra cosa que no sea un intento desesperado y grotesco de terminar la noche satisfaciendo sus necesidades fisiológicas y dando rienda suelta a sus más bajos instintos.

lunes, 1 de octubre de 2007

Dialéctica aplicada

Emerjo de las profundidas del océano de apuntes, fotocopias y libros en el que estoy sumida hace casi una semana sólo para hacer una breve consideración de carácter analítico respecto a la naturaleza humana (soy harto propensa a desvariar pensando boludeces mientras estoy estudiando, no lo puedo evitar).
El tema es así: el mundo, tal como se nos presenta, tal como lo conocemos y tal como está configurado desde que es lo que es, funciona impulsado por el movimiento dialéctico que enfrenta a dos tipos de seres humanos.
DOS digo. Dos, sólo dos, y nada más que dos son las "formas de ser" de las personas, que se resumen en dos estereotipos: por un lado está "El ordenado" y, por otro, en el rincón opuesto, "El caótico".
Al primer grupo corresponde la gente aplicada, correcta, metódica y disciplinada. La gente que hace las cosas con tranquilidad y dedicación, que sabe administrar su tiempo, que desconoce el significado de palabras tales como "vagancia" y "cuelgue" y que jamás osaría correr el riesgo de tener que correr a último momento para solucionar algún imprevisto.
Al otro bando, se infiere facilmente, pertenece todo el resto de los mortales que, como yo, son lo que en términos vulgares podría definirse como "un quilombo": los que somos capaces de colgarnos tres semanas mirando Lost, desperdiciar el tiempo en las formas más viles y despreciar sin ningún pudor el significado de una "fecha de entrega". Somos los que un día nos damos cuenta de que 48 horas no alcanzan, de que "tendríamos que haber empezado antes", de que "como puede ser que sea tan idiota", y agobiados y al borde del surmenage juramos por todos los santos que "esto no lo hago nunca más". Los que preparamos exámenes en 3 días, trabajos prácticos en una noche y entregas en menos de 12 horas. Los que hacemos la dieta del repollo hindú porque tenemos un casorio en 4 días, los que empezamos el gimnasio en septiembre, los que pagamos todo en cuotas, los que vivimos saltando de largos períodos de paz a picos salvajes de stress. Somos, en resumidas cuentas, los que nos excusamos diciendo que "funcionamos mejor bajo presión".
Pero también somos, a veces, los que nos sacamos un 10 en un final. Y entonces nos creemos la síntesis más perfecta del universo. Y tenemos que luchar por no olvidarnos que, hace apenas unas horas, nos juramos que esta sería la última vez.